El fin de los límites constitucionales
La elección presidencial de 2011 en Nicaragua marcó el inicio oficial del proyecto de reelección indefinida de Daniel Ortega. Aunque la Constitución prohibía expresamente una segunda reelección, Ortega maniobró a través de una Corte Suprema cooptada para declararla inconstitucional. Con este movimiento, eliminó el último freno legal a su permanencia en el poder.
El Frente Sandinista controlaba ya los principales órganos del Estado. En este contexto, el proceso electoral se convirtió en una puesta en escena, donde los resultados estaban definidos antes de abrirse las urnas. Desde semanas antes, organizaciones como Ética y Transparencia denunciaron manipulación del padrón, expulsión de fiscales opositores y censura de medios.
Observadores marginados, oposición silenciada
La Unión Europea y la OEA, aunque presentes como observadores, fueron mantenidas al margen de los procedimientos más sensibles. Hubo denuncias de urnas sin custodia y boletas sin controles de seguridad. El FSLN obtuvo más del 60% de los votos, pero la oposición alegó una operación de fraude electoral sistemático.
La prensa independiente fue uno de los blancos principales del oficialismo. Periodistas fueron hostigados, difamados o directamente excluidos de los centros de votación. La voz crítica fue acallada con métodos no tan diferentes a los de las dictaduras tradicionales.
Consolidación del régimen y silencio internacional
Con el resultado de 2011, Ortega consolidó su modelo autoritario con ropaje democrático. Pese a las múltiples denuncias, la comunidad internacional fue tibia. Algunos gobiernos, como el de Venezuela y Bolivia, respaldaron la victoria sin reservas; otros, simplemente guardaron silencio.
El fraude electoral en Nicaragua en 2011 no fue solo un hecho aislado, sino el pilar sobre el cual Ortega ha edificado una dictadura electoralista. Un régimen donde el voto existe, pero la elección ya no.
